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Aquella noche tuvo el mismo sueño. Parecía estar en una escena de la película Mary Poppins.

Era como si, al igual que sus protagonistas, hubiese saltado a uno de los magníficos y vivos cuadros del deshollinador. Estaba en una preciosa noria, muy alegre, en la que predominaban los tonos verdes, fucsias y amarillos.

Giraba muy suavemente, aunque a veces su velocidad crecía sin previo aviso. Aquel tiovivo era como la vida, pensó mientras soñaba: unas veces parece que no pasa el tiempo y otras... este va demasiado deprisa.

Quizá aquel sueño era un aviso: había que disfrutar de los pequeños momentos. Los detalles como el olor a café por las mañanas; una puesta de sol; el sonido del mar; una buena tarde de compras y confidencias con las amigas; una reunión familiar en torno a una rica paella; el olor de las flores y de la tierra mojada; el olor de las tormentas de verano; esos pequeños logros, como acabar de terminar una entretenida novela... En definitiva, se trataba de ver el lado bueno de las cosas, como aquel título de la película que tanto le gustó.

Cuando despertó, como siempre, no recordaba muy bien el sueño, aunque conservaba la sensación agradable, se sentía bien consigo misma, tranquila, en paz.

Aunque olvidaba casi todo lo soñado, lo cierto es que además de esa sensación de bienestar, la rodeaba un olor, un olor muy peculiar. Notas de aceite de magnolia, de peonía rosa, de sándalo. Ojalá, pensó, pudiese recoger en un frasco todas aquellas sensaciones, aquel magnífico olor. Desde luego, sería el perfume de sus sueños, nunca mejor dicho.